“Me gustaría ver muchas manifestaciones de tradiciones religiosas en un mundo en donde la libertad de culto significara más religión, no menos”, Thomas Moore
He seguido la visita del papa Francisco a Myanmar, antigua Birmania. “¡No tengamos miedo a las diferencias!”, pide a un país que tiene una población de más de 51 millones de personas, el 87% de ellos budistas, 500,000 novicios y monjes. ¡No tengamos miedo a las diferencias! y se encuentra con 17 líderes religiosos: budistas, musulmanes, hindúes, judíos, cristianos (anglicanos y católicos) en el Arzobispado de Yangon. ¡No tengamos miedo! e intercambia con el presidente Htin Kyaw un manuscrito de la Biblioteca Apostólica del Vaticano con ilustraciones de la vida de Buda (S. XIII) por una imagen de Cristo y un juego de té de porcelana. ¡No tengamos miedo! y duerme en Pagoda Shwedagon, el centro espiritual budista birmano. ¡No tengamos miedo a las diferencias! y escucha la intención de la Consejera de Estado Aung San Suu Kyi, (Nobel de la Paz, 1991), de “hacer de la belleza de la diversidad nuestra fortaleza”.
Los encuentros interreligiosos no buscan fusionarse en una sola fe, sino construirse en el respeto mutuo. La justicia, la paz, la alegría, la compasión, la convivencia, la caridad hacen eco en las grandes religiones del mundo. Soy curiosa de ellas, de lo mucho que comparten en lo profundo y lo diverso que pueden ser en la superficie. Me gustaría ver más nacimientos en Navidad, más cabezas cubiertas con la kipá judía, más Namastés intercambiados en las calles del mundo, y que las personas se persignarán como los futbolistas antes de iniciar sus jornadas, que Dios pudiera ir a la escuela, y a los congresos, a las prisiones, a los hospitales, a las familias y no ser incómodo. Porque la tolerancia religiosa puede invitarnos a suprimir ritos y reducir las manifestaciones de nuestra fe en el afán de un malentendido respeto. La libertad religiosa y su convivencia debería “significar más religión, no menos”.
Como la Navidad, que es de muchos, cristianos o no. Para mí, su mensaje no está perdido, lo repite cada diciembre el gordito de saco rojo y los regalos y las fiestas y los abrazos y los cantos y el pesebre para recordarnos alegría, generosidad, convivencia, amor reconciliador, oración y a Dios Niño. Navidad es magia, la magia del asombro que llena los espíritus y mantiene nuestra humanidad en movimiento. Una magia-misterio que ha contagiado al mundo.
Y es que la esencia de la navidad se adecua al consumismo, a lo inmediato, a la tecnología sin perder su significado, un cultural mining (The School of Life Dictionary, 2017). Ese proceso por el cual los valores son recuperados de sus contextos originales y traídos a nuestros tiempos, como el oro o los metales preciosos que se extraen de lo profundo para utilizarse en la superficie. Porque muchas buenas ideas de la humanidad se quedan guardadas en las minas oscuras de bibliotecas o museos a donde solo unos cuantos se animan a entrar. Cultural mining se refiere a las buenas y tantas veces inaccesibles ideas de la cultura, –la filosofía, las humanidades, el arte–, no a los dogmas religiosos. Pero la libertad religiosa es uno de esos conceptos de letra ilegible que puede traducirse a prácticas que nos ayuden a entender las ansiedades del convivir con otras religiones sin sentirnos infieles de la propia fe, o de esconderla por un falso respeto. Con sus encuentros, los líderes religiosos muestran al mundo una convivencia posible, “¡No tengan miedo!”.
La convivencia interreligiosa acerca culturas, ritos y religiones, podría “significar más religión, no menos”. Recito mantras en la clase de yoga y me dejo llevar por la magia de la Navidad con su generosidad consumista y su alegría glotona, pero también me inclino ante el pesebre del Recién Nacido. Porque la Navidad significa para los cristianos, y también para los otros, los que vienen de fuera, los que traen la magia del oro, del incienso y la mirra.
Fuente: El Horizonte